Un campesino se dirigió a su chacrita para ver cómo iban creciendo los choclos que había sembrado hacía seis semanas. Subía y bajaba, bajaba y subía hasta que por fin llegó a su querido maizal. Inmediatamente se dio cuenta de que alguien había arrancando las mazorcas aún inmaduras y pequeñas de las partes más bajas de cada planta. Sintió mucha rabia y maldijo durante largo rato levantando la voz y haciendo gestos con todo el cuerpo como cuando se está peleando con alguien.
Cuando logró tranquilizarse se dirigió hacia el lado del río donde estaba la otra parte de su maizal, pero para su asombro las plantas se encontraban intactas, es decir, no habían corrido la misma suerte que las otras. El campesino pensó que quien había arrancado las mazorcas volvería tarde o temprano para hacer lo mismo con sus plantitas.
El hombre buscó la parte más alta de su terreno y allí hizo un hueco como de medio metro de altura por un metro de diámetro; toda la tierra que sacó la colocó alrededor del hoyo y encima colocó hojas y ramas secas de tal manera que nadie hubiera podido reconocer su escondite a simple vista. El campesino se introdujo en el hoyo y se sentó mirando hacia el lado del río. De rato en rato, se levantaba lentamente como para ver más allá de sus dominios y luego volvía a quedar sentado sin hacer ruido.
Llegó la noche y el hombre empezó a sentir mucho frío, se cubrió con su poncho, se puso el chullo debajo del sombrero y cada vez que sentía algún ruido se levantaba lentamente, pero no había nada. A la medianoche, el hombre se quedó profundamente dormido y despertó cuando las aves empezaron a cantar. Se levantó rápidamente y, con cierto temor, fue a ver las plantitas que estaban al lado del río. Se dio con la sorpresa de que las mazorcas de las partes bajas de cada planta habían sido arrancadas al igual que las otras, solo unas cuantas se habían salvado y empezó a contarlas una por una; en total se habían salvado trece plantas y, entonces, el campesino juró que esa noche no dormiría, pase lo que pase, y capturaría al ladrón de mazorcas que seguramente volvería para terminar su “labor”.
Rápidamente se dirigió a su casa y por la tarde regresó a su chacra. Llevaba en su alforja una cuerda delgada como de veinte metros de longitud, un paquete de hojas de coca y una botella de cañazo. Cuando llegó a su chacrita, era muy tarde y pronto se hizo de noche. El hombre volvió a su refugió y, como la primera vez, cada cierto tiempo se levantaba lentamente para ver lo que ocurría a los alrededores. Fueron pasando las horas y el campesino tuvo frío, entonces se cubrió con su poncho y tomó un trago de cañazo, luego tuvo sueño, entonces sacó de su alforja un puñado de hojas de coca y empezó a masticarlas una a una. Ya no tenía sueño, ni tenía frío, ni tenía hambre: estaba bien despierto y sus sentidos se empezaron a agudizar.
Esa noche, al igual que la anterior, había luna llena y desde su escondite podía divisar con toda claridad todo su maizal, especialmente la zona que daba hacia el río. Por momentos el aire le traía el olor refrescante de los eucaliptos y por otros, el olor de la arcilla mezclada con el barro. De pronto sintió el olor suave y dulce del maíz cuando madura y, en ese momento, escuchó el chasquido característico que se produce cuando se arrancan las mazorcas de la planta. El campesino levantó la cabeza lentamente y pensó que el momento de hacer justicia había llegado
El campesino pudo ver con mucha claridad al ladrón de mazorcas: era un niño desnudo como de ocho años que iba arrancando las mazorcas que estaban a su altura, pero extrañamente cada vez que se comía una mazorca su cuerpo reflejaba un brillo que solo se podía comparar con el de las estrellas. El hombre después de reaccionar, con mucho cuidado hizo un nudo corredizo en la cuerda y lo fue soltando poco a poco y con una agilidad felina saltó y corrió hacia el ladronzuelo quien al darse cuenta intentó escapar, pero ya la cuerda que había sido lanzada con mucha destreza lo inmovilizó.
El niño plateado, asustado, habló:
- Suéltame, por favor. No te preocupes por las mazorcas que he arrancando pues estas pronto volverán a crecer y serán más grandes. Tenia que comérmelas porque en sus granos hay un juguito blanquecino que es lo único que me puede dar fuerzas para volver al cielo y reunirme con mis hermanas las estrellas. Suéltame, por favor, campesino y te diré el secreto que te permitirá vivir muchos años.
El campesino que se había mostrado duro, de pronto sintió pena por la criatura y pensó que no era para tanto tenerlo atrapado y castigarlo por unas cuantas mazorcas que había arrancado y, sobretodo, habían sido arrancadas para comérselas y no para botarlas como lo hacen algunas personas. Lo soltó, con mucho cuidado, y le dijo:
-Es verdad que tenía mucha cólera y pensaba castigar al ladrón de mis mazorcas, pero como ahora sé que las necesitabas para volver al cielo, te perdono y perdóname tú por haberte asustado. Puedes arrancar todas las mazorcas que necesites para poder recuperar tus fuerzas y regresar con tus hermanas las estrellas.
El niño, sin perder tiempo, se apresuró a comer las mazorcas que necesitaba y su cuerpo nuevamente empezó a brillar, cada vez con más intensidad, luego se acercó al campesino y le dijo el secreto para que tenga muchos años de vida. Inmediatamente se elevó poco a poco y luego salió disparado como si hubiera sido arrojando por una honda de lana.
El campesino cogió nuevamente sus hojas de coca y continuó masticándolas, mirando el cielo y pensando en lo que había visto. Ya por la mañana, antes de volver a su casa, se dirigió a su escondite para cubrir ese hoyo que había hecho hacía tres noches. Se sorprendió cuando vio que las piedras eran blancas y brillaban como la Luna. Escarbó un poco y siguió encontrando más piedras plateadas: todo su maizal estaba lleno de ellas. Entonces una parte de su maizal lo convirtió en una mina de plata y se convirtió en un hombre poderoso, sabio y no parecía tener los años que decía, sin embargo, lo que más llamaba la atención a la gente del pueblo era cómo un hombre con tanta fortuna podía seguir sembrando granos de maíz.
FIN
Manuel Urbina